GAJOS DE NARANJA

De noche la casa se siente más grande, pero es el momento en que más abrazada me siento. Hay un juego con la luz cálida que configura un hogar. Los cuadros se ven más imponentes pero los sillones se sienten más mullidos que por la mañana. Quisiera que estas horas de la noche duraran más, que el ruido del viento se sintiera tan fresco como ahora.

Me gusta sentarme sobre la barra de la cocina mientras mis pies cuelgan y como una naranja. Después de jalar el jugo con mis dientes la volteo para comer cada gajo con lo que resta de ella. Veo la negrura de la ventana que no me lleva a ningún lado y lo pienso.

Recuerdo el ruido de su auto al llegar a la entrada y cómo mi corazón comienza a revolcarse entre las olas de la emoción que nace en mi pecho y se revientan entre mis piernas. Abro, lo veo y guardo mis ganas de saltar hacia su cuello. El deseo se mezcla con la necesidad de sentir su cuerpo lento, sin otra cosa que amor.

Esta noche con mis pies colgando desde la barra me siento niña, no de imagen sino de ilusión. El no tocar el suelo me hace sentir que no hay responsabilidad de moverme solo de estar. Estar frente a la ventana negra que solo deja ver algunas ramas de arboles a lo lejos y la silueta de uno de mis gatos corriendo sobre el techo. Estar solo respirando, extrañando.

Virgilio llega y besa mientras busca mi cuerpo con una de sus manos. Tiemblo. Desde el ruido de sus pasos antes de entrar por la puerta hasta este momento ha pasado poco tiempo, pero las olas dentro de mi comienzan a reventarse hasta llegar a mis rodillas. La marea se mezcla con su saliva y mis manos sobre su pecho. Cierro los ojos y jalo su cuerpo hacia el mío. Mareas altas y atrabancadas chocan con su dureza.

Me rio mientras inicio a chupar la otra mitad de la naranja. He puesto demasiada sal y tengo que quitarla con mis dedos. Los mismos que la otra noche lleve a su boca después de mezclar su semen con mis ganas; dedos que tocaron su espalda mientras escondía mi cara entre su cuello pensando que el mejor lugar para refugiarme era ahí junto a las venas que alimentan su vida.

Las partes de mi cuerpo comienzan a cargar las memorias que hemos hecho. Mi cabello recuerda sus manos quitando los mechones de mi cara mientras me arrodillo para llenarme de él mientras que mi muslo izquierdo lleva marcada la mano que me acaricia mientras maneja. Años de historia se vuelcan en mí y me tatúan de la forma en que sus brazos y su pecho están cubiertos por los símbolos de su vida.

Volteo la naranja y comienzo a quitar los gajos buscando el poco jugo que queda en ellos. Pienso en él, pienso en mí, pienso en nosotros y rio porque ante el amor y el deseo solo queda estar con las piernas colgando.

Sobre el hogar

Abrirte la puerta de mi casa fue dejarte entrar a mi pasado, el tierno y el doloroso. Llegaste tarde porque yo te esperaba desde hace días. El tiempo entre nosotros se escribe distinto, pasan los años como si hubieran sido semanas, los días que te ausentas corren lento pero cuando llegas parecen haber sido segundos sin vernos. Esta vez fue diferente, te abrí la puerta de mi casa, la mía, la que no comparto más que conmigo y los gatos.

Decidimos no decir nada, solo vernos, tocar y besar. Pero mientras estabas sentado en el sillón sentí como si una parte del no lugar donde he construido el hogar regresara. Bebimos dos copas de vino, cayeron manchas sobre la alfombra. No te diste cuenta y yo decidí no limpiarlas por miedo a romper el momento, por dejar de estar ahí, con mi pulso calmado y el cabello suelto. Me maquillé poco, además de abrir la puerta de mi casa y mi pasado, quería abrirte la puerta a la mujer que poco conocías, la que sólo era ella.

Recuerdo la música que sonó mientras hablábamos y la que hizo eco mientras te sentí dentro. Iba caminando por la calle cuando un taxi pasó, traía el disco, ese con el que espero te acuerdes de mí. Hablé demasiado y te pedí que me pararas, pero divertido dijiste que siguiera. Quería que supieras todo, que entendieras. Mientras te contaba escuché cosas que sólo había guardado en mi cabeza, en un cajón abandonado debajo de la última hilera. Tocaste mis piernas y acariciaste entre ellas. El pulso dejo de estar paciente.

Bajamos a sótano, te enseñé el estudio lleno de cuadros, el jardín cubierto de maleza, el cuarto donde dormían mis abuelos y en el que dormía yo. Lo que para mí a veces se sentía como un mausoleo contigo cerca cobro vida en historias. No conté todo, pero recordé lo que había decidido olvidar y sonreí. A veces es necesaria la compañía correcta para abrir los baúles enterrados y para barrer el polvo de debajo de la alfombra.

En mi cuarto viste los libros y las varias cosas que guardo y significan algo. Nunca había llevado a alguien a mi cama, la mía. Pasé las noches en habitaciones ajenas y construí en ellas el amor y el deseo. Siempre fuera, para que en mi intimidad no hubiera nada de alguien más, solo lo mío. Pero por ese momento dejé el miedo egoísta y cree un espacio para ti. Uno que no tenía fecha futura de habitarse, sólo un momento que se vivía en ese instante. Volvimos a besarnos varias veces, tu cuerpo sobre el mío se movía marcando el sentir conocido, pero a la vez distinto. Como quienes memorizan sus líneas de las manos, pero al quitarlas y volverlas a ver, las encontraran como si nunca se hubieran leído.

La primera vez que viniste hacía frio, ahora llueve y hace calor.  No hay compromisos solo el deseo de resguardarse en un nuevo lugar, uno donde podamos estar, fuera de la vida, nuestras vidas. Donde podamos coincidir, besar cada parte de nuestros cuerpos y robarle tiempo al tiempo. En una casa en una montaña, te abrí la puerta te dejé entrar a mi pasado para que pudiéramos vivir el ahora.

OLVIDAR

Cuando mi abuelo murió la casa comenzó a caerse, las paredes comenzaron a llenarse de agua y las fugas rebasaban el número de cubetas que podían sostener las goteras cada vez más grandes. La casa lloró su muerte cuando nosotras no pudimos hacerlo.

Durante meses, cada noche antes de dormir escuchaste las costillas de mi pecho quebrarse, pero decidiste ignorar cada destrucción y seguir escribiendo sobre la necesidad de un mundo que se construye sin humanidad. Escribiste diez ensayos, fumaste ciento treinta cigarros y dedicaste noventa días a la revisión de cada párrafo. Yo esperé los pocos minutos que te quedaban y callé cuando dijiste que se trataba de un berrinche de niña. De la misma de la que un día escribiste que comía un algodón de azúcar mientras se acomodaba sus medias.

Me fui a vivir sola, los gritos que deje atrás resaltaron los moretones que los años tatuaron en mi cuerpo. Las goteras en septiembre ahogaron recuerdos e hincharon el parque de la sala y los cuartos. La casa mantenía los muebles que mi abuela eligió a la medida cuando se casó, las fotos de cada familiar fallecido llenaban cada cuarto y espacio. Mi nuevo hogar fue el mausoleo de mi abuelo. Después de tomar la última pastilla desee habitar la casa como una fotografía más.

Te invité a venir, pero estabas ocupado escribiendo otro ensayo, fumando cigarros y revisando otro texto que no se iba publicar. Evité discutir y olvidé cuando dijiste que mi ansiedad se resolvería ocupando mi cabeza en cosas importantes. Cosas que no fueran la ociosidad del duelo y acomodar cubetas en los cuartos para evitar más charcos.

Quemé tres veces la pasta y olvidé apagar el té hasta que las ollas se cubrieron de hollín. Dejé de comer por trabajar para pagar los gastos que se acumulaban. Hice del comedor mi oficina y entre papeles perdí la última carta que te escribí. Acomodé mi cuarto y puse una cabecera a mi cama. Fue la primera vez que tuve una. Lo invité a él y se quedó a dormir, despertamos juntos y cuando se fue lloré.

Dos veces te llamé, pero no contestaste, estabas en una reunión, analizando conflictos y tratando de resolver por qué el final de tu próxima entrega no terminaba de forma elocuente. Fumé seis cigarros sentada viendo la ventana y revisé cada párrafo de una carta que no mandé.  Dejé el teléfono en un cajón y evité gritar cuando dijiste buenas noches enojado por mi frialdad. Me congelé para preservar un poco de vida en cuerpo que parecía carecer de ella.

El pasado entró sin golpear la puerta. Los medios hablaban de él, el gobierno lo aplaudía y yo sentí que moría. Saque fuerza de algún rincón de mis entrañas, pero pronto ella escurrió entre mis manos. Tuve miedo y tu escribiste una columna, fumaste veinte cigarros y olvidaste revisar si estaba bien. Te justificaste alegando mi paranoia y yo, como loca, sólo pude golpear un espejo hasta romperme.

Publicaste otro libro. Escuché tu voz en el coche rumbo a mi casa, te vi en la televisión otro par de veces. No lo enviaste así que fui a una librería a buscarlo, a buscarte. En tu portada vi a la amiga, la amante y confidente muerta, vi mis senos quemados con los cigarros que fumaste y cada revisión atada a mis muslos. Tal vez grité, tal vez no. Prometiste cuidarme y me utilizaste como leña para tu chimenea en verano. Destruiste por que podías, porque querías.

Llamaste pero no contesté, escribiste pero no leí, viniste pero no abrí. Compré velas y cambié jarrones y vajillas, quité de los marcos las fotos y llené los espacios con otros cuadros. Aprendí a colar el café, dejé de fumar y comencé a olvidar.

ESCRITOR

Los duelos caen uno tras otro golpeando la ventana que se mantiene abierta en mi habitación. Desde hace días el agua entra y mezcla su humedad con el polvo de los vientos nocturnos que no piden permiso para entrar. A veces me levanto de la cama para cambiar las flores que han perdido su color amarillo hasta oler a podredumbre y sal.

La locura ha rebasado la frontera de mi cadera y se ha quedado enredada entre mis labios y la nostalgia de haber olvidado cada encuentro contigo. Tus manos, las de un fantasma que alguna vez recorrió mi cuerpo por primera vez, quedaron sepultadas ante el ego del escritor. He releído cada una de las páginas de los libros que abandonaste en la orilla de mi cama para encontrar un poco de ti en la intimidad en clave que le regalas a los lectores. Usaste mis dientes para un personaje, mi edad para otro, la virginidad de mis piernas como adjetivo, pero nunca me consideraste como sustantivo. Tiro las flores al jardín esperando que se conviertan en abono para nuevas vidas.

Sonríes en el televisor, hablas de muertes y luego consagras tu vida a las letras. Entiendo la pasión más no el narcisismo que lleva a la violencia de humillar al otro. ¿Cuántos te callaron a ti, amor, para que decidieras lastimarme a mí?

Duermo desnuda bañada de noche y despierto lista para el siguiente día de luto. Mi padre se ha ido, mi hermana ha muerto y tu ni siquiera has querido pasar a preguntar el estado de mis signos vitales. He mandado con Casilda una foto de mi vientre para que veas que aún respiro, por si alguna vez lo has preguntado, por si quieres constatar que no hay fecundación en mi interior tras tu ausencia. La maternidad no se dio, imposible que fuera así.

Me ha dicho Don Joaquín que has ido a preguntar por algún remedio con la Señora Bruja. Pero tú no crees en esas cosas y si las crees has de pensar que puedes conseguir el éxito así. Me río de ti, te maldigo siete veces, y nueve se me olvida que te quise más. Mi abuelo también se fue tras la muerte de mi hermana. Te enteraste, claro que te enteraste porque te escribí y pedí que vinieras. En el funeral no hubo nadie.

Son las primeras horas del día, es nuestro aniversario. Cinco años han pasado y la inquietud de mi juventud se ha revolucionado, soy otra, quiero más. Tú también quieres más, pero no de lo que escurre de mi sexo y se concentra en mis entrañas. Quieres silencio, soledad, pero no me lo dices, me revientas hasta que tomo la cuerda y estoy lista para empujar el banco que sostiene mis pies.

Tal vez has querido desarrollar un personaje vivo, llevarme a varios desenlaces usando mi tragedia y necesidad de ti para lograrlo. Ya hiciste de mi la puta de uno, la mujer compartida y la alumna de nadie. La muerte ha arrasado en estos meses mi hogar. Mi madre lamenta cada una de las pérdidas mientras yo sigo abonando con pequeños ramos podridos mi jardín. Pienso que si muero será imposible para ti seguir escribiendo sobre mí, pero no pienso darte el gusto querido escritor. No lo merece tu ego, tu pluma ni mi destino.

Deja de llover. Casilda me ha dicho que te ha entregado la carta al regresar de tu cita con la Señora Bruja. Nos has dicho nada. Esta tarde he tomado fotos de mis senos para que escuches mi corazón latir.

Pinturas de Mujeres

ERA GUAPA

I

En los tiempos en los que jugaba Minerva era guapa, pero mucho menos de lo que es hoy. No era la cara bonita o el cuerpo deseable, era el dejo de inocencia que se escondía tras la mirada y sonrisa a la defensiva. La habían lastimado, se notaba. La habían abandonado, se sentía. Subió y bajo de varios coches, algunas veces del mío. No hacíamos mucho, bueno hacíamos menos de lo que todos esperábamos de ella, la putita virgen.

Sus padres sabían, al menos la madre, pero prefería no ver ni escuchar. Las tres hijas fueron responsabilidad abandonada también del padre que nunca fue padre sino actor en la telenovela de la casa perfecta en tiempos perfectos. Minerva era la grande, las otras dos otro desastre. Mirna se fue semanas después de una pelea con la madre, dijo haberse enamorado se llevó hasta el colchón. Pasaron dos o tres días hasta que los padres notaron la ausencia. Mercedes, la pequeña se hizo sombra de otros para ocultar su propia existencia. A veces comía, otras no. Saber eso no fue prioridad de los padres desde que la abundancia partió.

A Minerva la enseñaron a querer como en las películas, pero a amar lo aprendió del peor. Jugaron, jugaron mucho hasta que la mente y el vientre explotaron dejando piernas temblorosas y respiración interrumpida. Se querían tanto como se detestaban en silencio, el juego de la lealtad era el difícil de dejar. Tras la última decepción rompió tres copas y se echó a correr hacia la calle que la recogió embalsamada con sus propias memorias. La admiración intelectual quedó sepultada por la entraña humana que impuso en su cuerpo.

Esos años largos y cortos frente al recuerdo que se tenga, la formó. Desnuda encontró el poder de joder, joder hasta herir como le hicieron a ella. Por eso su desnudez completa no la dio a ninguno de nosotros, los que la llevábamos a casa esperando más, mucho más. Prestó sus labios porque no les tenía importancia, eso mismo hizo con el peor una vez, la última.- Tu boca no es virgen, mentirosa, reclamó el peor. Lo era, lo era, lo era. 

Minerva no recibió dinero ni regalos, sólo el deseo desenfrenado sobre su provocación. Las ganas de ellos bastaban para refrendar lo único que ella quería sentir: poder. Así pasó meses con el estómago vació, pero con el sexo latente por lo que descubría podía hacer en la mirada de los hombres.

No todo fue bueno. Pocos vimos la espalda mordida con cardenales que hacían sombras sobre su piel, los labios rotos y sonrisa distraída. Quería probar límites, quitar la suavidad del tacto hasta hacerla hiel, proteger los sentimientos de la idea de entregarse. Nos tocaba, pero no dejaba que nosotros lo hiciéramos más allá de sus tetas, su sexo mojado fue tocado la primera vez por curiosidad. Y al gato como a la guapa los mató la curiosidad.

Fabian Perez Art from Whitewall Galleries

NO HOGAR

En los recuerdos de lo que nunca vivimos aun siento el sol de la playa quemar en mi espalda. Tu torso desnudo se empaña frente a mis ojos vidriosos de lágrimas que se sostienen en mis pestañas. Prometí no volver, pero la inercia fue silenciosa y como si fueras el otro imán llegué a ti.

Era abril y el mar azotaba la arena mientras mis manos te acariciaban con temor a que volvieras a desaparecer. Planeamos ese viaje por separado para hacerlo juntos, tu imaginaste la cama y yo pinté las paredes. En algún momento vislumbramos los mismos cuadros de atardecer, pero al hacerlo con el azul de horizonte tuvimos distintos tonos. Tu oscuridad marcó su profundidad y mi capricho infantil lo llenó de nubes hasta que tras varios desacuerdos, hicimos de ese cielo nuestra vista.

Era la segunda semana de primavera, recuerdo que llegaste a las tres de la mañana y yo a las tres de la tarde, en medio del cambio de horarios nuestros cuerpos se encontraron después de meses de ausencia. Yo llegué en avión y tu manejaste dos días hasta llegar a la orilla en que nos habríamos de perder antes de volvernos a rencontrar. En el asiento de alado ella, en mi pecho él. La brisa fue salada por las lágrimas en las que nos despedimos de ellos. El lugar era solo para dos, nosotros dos.

Cortaste las azas de la maleta, yo deje la mía olvidada sin intención de recuperarla. Lo perdido antes fue más doloroso. Meses sin sentir tu cuerpo latir encima de mí, sin sentir el calor de mi sexo gritar en eco en mi vientre, sin tener tus manos protegiendo mis huesos y mis labios llenos de ti. Cortaste las azas de las maletas y yo me até a tu espalda hasta poder volver a dormir.

Así vivimos un par de días, en los que me enseñaste tus sabores favoritos, respondiste a todas mis preguntas y planeamos otro viaje. Prometiste que me llevarías a conocer la nieve y que esta vez volaríamos juntos a la misma hora, sin perdernos en el camino. Volví a creer, tejí el suéter que nos habría de guardar y dibuje un te amo en tus labios que se gritó en silencio cuando abrace tu cuerpo con mis piernas.

El último día, después del desayuno prometiste guardarme en tu cartera como lo hiciste con el 21 que te regalé en nuestras primeras citas. Pero para la cena el suéter se destejió, el 21 se rompió y la cama que imaginaste ya no era para dos. Sin titubear dijiste que no querías volver, mis paredes desaparecieron y por la madrugada no quedó más que una almohada siendo el único testigo del nuevamente no-hogar.

Lloré días , tal vez fueron meses. Septiembre volvió a llegar pero yo ya no estaba aquí. Me mudé a donde los recuerdos de lo que nunca tuvimos habitan, donde tu cuerpo llena el mío hasta enredarse los suficiente para hacernos quedar quietos; donde el sol quema mi espalda, tu torso está desnudo y mis ojos son vidriosos porque no dejan de extrañar.

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LLAMADA

Augusto es uno de muchos, o tal vez no. Descifrable a momentos, el ego tropieza en sus palabras mostrando la arista de sus vulnerabilidades. Minerva observa atenta, esperando el momento adecuado para interrumpir con las preguntas que ha formulado desde el primer encuentro hace un par de semanas. El vaivén de inseguridades se arropa con frases torpemente hechas, que con la seguridad que se pronuncian evitan que el interlocutor se aventure más de lo necesario para cuestionarlas. Frente a ellas Minerva observa atenta, sabe que en lo que ha dicho hay más que pulcritud intelectual.

Su trabajo no dicho, la razón de sus ascensos, descansa en su capacidad de observación oculta en una incapacidad construida de no dar atención. Ha estado tras bambalinas el tiempo suficiente para entender las pulsiones que penetran el ego y el deseo de poder, pero también el suficiente para no encontrar ahí su habitar. Como aquellos a quienes observa, su pasión por el ejercicio de la autoridad se encuentra latente en el lado derecho de sus entrañas, haciendo par a la búsqueda desquiciada de la libertad que se esconde en su costado izquierdo. Quiere aquello que otros usan sin cabeza y consecuencia para entonces poder decidir si desea o no hacer uso de ello, desea la capacidad de elegir. Por ello observa en silencio, aprende manías y se perfecciona leyendo entre líneas lo que para ella no fue dicho.

Sin beneficio del azar, una tarde de jueves Minerva acepta la invitación de Augusto, quien hasta ese momento no había mostrado el básico deseo que los de su posición siempre mantienen, pero que tampoco jugueteaba con la propuesta de alianza laboral amistosa que implicara la resolución de un problema urgente. Sus silencios y falta de arrebato carnal intrigaron lo suficiente para que el viernes decidiera usar el vestido negro con escote y medias.

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El restaurante era pequeño, elegante pero lo suficientemente privado para mantener fuera a los habitantes de la suntuosa colonia. Antes de llegar Minerva pensó en sus inicios, la puta virgen que a falta de comida cambio cenas por el desliz de manos ajenas; pensó en la disociación de su cuerpo y la frialdad que la había llevado al límite de la locura en distintas ocasiones. Hace años que no pasaba así, que sus criterios y necesidades eran distintas, pero antes de llegar al lugar no pudo evitar volver al origen para legitimar el éxito de hoy.

Augusto la espera, al saludarla se acerca lo suficiente para respirar cerca de ella y adivinar su fragancia. Una mano pasa por su espalda lo suficiente arriba para mostrar respeto y lo suficiente abajo para mostrar interés. La conversación fluye, para ella el juego es simple, ella observa y decide si aquel egocéntrico desventurado y seguro de sí le inquieta lo suficiente para que cuando vaya al baño levante su falda y meta sus manos entre sus piernas la humedad. Para él las cosas son más complejas, conoce a Minerva a oídas y la ha investigado desde una semana antes de conversar. Sabe de su capacidad, frialdad y de Virgilio, pero le interesa. Ambos juegan, las manos corren y entre formalidades las palabras deslizan entre el escote de ella y se consumen en una mordida que no termina en beso.

El jugueteo es tan privado y elegante como la elección de Augusto en el restaurante. Entre verdades a medias ambos muestran un poco más de las cartas planeadas para la partida. Él intenta mostrar lealtad al momento con nombres a los que ella responde con otros y uno que otra curiosidad; sueltan poco dan de más. Después del segundo plato Minerva va al baño, pero no necesita meter su mano, el roce de sus piernas al caminar genera destellos de placer que recorren su vientre hasta llegar a su nuca. Augusto la envuelve.

La lealtad en estos ámbitos es poco apreciada por quienes no ven más allá del incentivo primero, las compañías que se construyen cotidianamente carecen de lo que trasciende a la necesidad básica. Pero para quienes logran saborearla no hay vuelta atrás. Ella pregunta en los silencios él responde, la ebriedad es mínima, innecesaria. El trago se disfruta con los sabores de la comida y las pequeñas caricias que apenas rozan manos y piernas. Ambos ven un posible aliado o al menos eso quieren o creen poder obtener. El sexo no es inminente pero parece estarlo porque a diferencia de antes ahora desea, no es mecánico.

Minerva vuelve a sus primeras veces y ríe, todo lo que aprendió se asoma en cada poro. Augusto se ausenta por un momento para contestar el teléfono. En medio de la mesa la flama de una vela acaricia el paso de pequeñas ráfagas que alborotan las ideas. Del otro lado del lugar una señora ríe mientras que otra pareja sonríe ante aquella carcajada, el mesero le ofrece otra copa que ella acepta. Pasan segundos que trasforman, Minerva observa y entre el bullicio encuentra las respuestas de lo que no fue dicho porque debía ser ella quien hablara.

La lealtad asusta porque implica el compromiso de ceder espacios frente al otro y ocupar lugares nuevos en alguien más. Un pacto presente que implica más que fidelidad y amistad. Los minutos separados oxigenan los pensamientos de Minerva, la llamada no termina y ella tampoco. La abrupta interrupción termina con lo que empezaba a gestarse en su vientre. Se conoce.

En la salida de siempre se aleja de aquel hombre que pudo ser uno de muchos o tal vez no.

FINAL

La luz entra por las ventanas y se cuela por las cortinas blancas que de noche nos arroparon de las luces de la ciudad que debajo de nosotros respiraba. A él le cuesta conciliar el sueño sin el silencio de las afueras, a mí me cuesta por la ansiedad de lo que sucede entre nuestros cuerpos abrazados entre sábanas teñidas de olvido. Cierro los ojos y deseo que este momento se guarde, o no, debajo de las raíces de cada uno de mis cabellos, para que cuando extrañe pueda buscarle fácilmente en mi cabeza.

Después de botella y media su boca sabe a primera vez y sus manos levantan mi vestido con torpeza, mientras acaricia mi cuerpo reímos y arañamos cada parte olvidada a la distancia, locos somos dos enamorados. Después de años la barrera se ha tumbado en su coche los primeros gemidos , en la cama los que se convierten en confesiones; no hay tiempo en sus ojos y dentro de mi todo pasado es inicio. Rompemos una lámpara, el sillón nos recibe y la música que los vecinos bailan en el piso de abajo acompaña cada movimiento.

Tres secos mensajes después, nos encontramos en un restaurante que fue inicio de relaciones pasadas y ahora se pintaba de final para esta. Sentados en las mesas de afuera me atrevo a fumar frente a él por primera vez, él espera para pedir la misma botella que tomamos cuando nos besamos la primera vez y el mesero nos trajo una lechuga romana cortada por la mitad como si fuera ensalada. Que ilusos somos cuando al final de las cosas intentamos rescatar los recuerdos de felicidad para ocultar aquellos que nos llevan a despedir lo que ya yace bajo tierra. Veo su gesto con cautela, el final está resuelto en mi cabeza, preguntaré y me iré cerrando los últimos años de idas y venidas.

Entra en mí y muerdo sus labios; él sube sus manos y agarra mi cadera impidiendo que me mueva lejos de donde estamos. Me gustan sus ojos, su aroma, todo, paso mi mano por su cabello y empujo mi cuerpo hasta dejar mis tetas frente a él. Los vecinos gritan porque es cumpleaños de alguien, parten el pastel y nosotros nos caemos sobre la alfombra sin que nada más se rompa, nunca.

Men at restaurant Painting by Giuseppe Cocco | Saatchi Art

Empieza el silencio, luego hablo yo. Le agradezco que aceptara venir y sin planearlo me echo a llorar mientras el mesero llega con la botella y una tabla de quesos. Lo que yace bajo tierra germina y yo no sé cómo impedir el proceso.

Recostados en la cama su brazo encierra mi cuerpo junto al suyo y sus manos guardan uno de sus dedos entre mis labios que mojados esperan su despertar para volver a iniciar aquello que durante seis años dejamos pasar. Son más de las diez, pero no debemos ir ni regresar a ningún lado que no sea al sillón, así sin prisas duerme encima de mí a la par que yo me guardo en él. Mañana debo volver a la oficina, me ha pedido que me quede, por lo que antes de llegar ha comprado un cepillo de dientes en la farmacia de la esquina. Su pijama ahora es la mía y mi cariño suyo.

Seguimos por toda la casa, no hay final. Sus besos interrumpen mis defensas y nos queremos recargados en la barra de la cocina y frente al espejo del baño. Uno de los vecinos cambia y sube el nivel de la música, los otros gritan y nosotros con ellos como si fuéramos parte de su fiesta, pero ellos no de la nuestra. Las risas no faltan. Se viene dentro, me llena de él y me quiere abrazando y besando mi espalda.

¿Por qué nunca me elegiste a mí?

Son las doce, despierta sin arrepentimientos en su mirada. Nos quedamos así por más de lo que se debe. Me responde todo, besa mi frente y yo salto sobre sus labios. Le quiero, le quiero para siempre.

¿Me amas?. El mesero prefiere no regresar a nuestra mesa aunque pedimos dos botellas de agua mineral. La gente ajena a nosotros ríe y celebra un aniversario, se besa en primeras citas y se entrega a la comida que varias revistas recomiendan. Que inútiles son los recuerdos cuando se necesita la sinceridad del presente. Lo que yacía bajo tierra se abre paso frente a ella y ve la luz.

Los vecinos terminan la fiesta después de la nuestra. Cansados nos arrastramos a la cama, sin dejar espacio entre nosotros. El frio de octubre nos acerca, uso su pijama y caliento mis pies en los suyos. En silencio nos decimos cuánto y cerramos los ojos vencidos a dormir y a estar juntos.

Virgilio se levanta de la mesa y se marcha dejando entre nosotros la luz que entra por las ventanas y que se cuela por las cortinas blancas de una habitación con sábanas teñidas de inicios. Se mata lo que vive.

IMANES

No esperaba que lo pidieras pero ahora estoy aquí con más miedos que expectativas de lo que harás o dirás. A tu lado tiemblan los recuerdos y la voz se corta, no sé cómo actuar o qué decir. Tu mano en mis piernas confunde, tu mirada me separa. Estos meses he subido barreras y distanciado mis sentires para no permitir estar de más en algún lugar. No es cuestión de tiempo sino de hogares perdidos. He puesto cabeza entre lo que late en mis entrañas, olvidando lo que necesito y no tengo.

En el auto escuchas, ríes y me abrazas con la familiaridad de quienes saben todo y no necesitan decir nada. Entre nosotros los meses nunca pasan. Aunque en algunos de mis silencios las llagas se abren poco a poco, arrepintiéndose de aceptar venir porque la felicidad contigo dura menos que los vacíos.

Llegamos. Con luces encendidas destruyes mis esfuerzos de distancia, como niña imprudente me acerco a ti para besarte. Esta noche soy el gato que la curiosidad de saber qué pulsa dentro de mí me ha matado. Después de movimientos compuestos por los nervios entras en mí; te beso porque después de idas y venidas, de amantes de ocasión y no tan ocasionales, todo en mi cuerpo parce encajar. No estoy lista para cerrar los ojos y dejarme estar, con rabia me niego a darte más pero la cabeza es vencida por lo que en mi pecho se abre paso. Me llenas,volteas y pasas por todo mi cuerpo. El ruido del deseo es eco de gemidos y respiraciones bruscas.

Quiero darte mi boca, pero me niego porque no quiero ser juego. Los años me han cansado, las oportunidades que se han presentado me han cambiado. También a ti, pero nunca me lo has pedido a mí. No quiero ceder sin sentir que al menos hay algo de un nosotros encerrado.

El cielo se estruja y a lo lejos la vida sigue. La velocidad de mi cabeza se pierde en los coches que rayan nuestro suelo. La oscuridad oculta el castillo así como nosotros ocultamos nuestros temores. Tal vez pueda echarle la culpa al deseo pero en mi boca vuelves a estar y quedarte. Recuerdo tu sabor, el último en mi boca y garganta. Bajo, lamo y beso. Tus piernas tiemblan desiguales a las mías. Es como una primera vez de nuevo.

Platicando, siento tu semen mojarme, así te cuento de amores pasados porque confió de más en ti y sé que no hay sentimiento que se compare; porque quiero que me conozcas no solo en un arranque de ganas. Estas dentro de mí, eso es más. Una pequeña intimidad que para mí marca como un pequeño tatuaje blanco mi espalda.

Dormir acompañada me da miedo. Me inquieta acostumbrarme al calor de otro, sentirme bien y que al día siguiente eso no vuelva a pasar. Por eso no me gusta que me abracen al terminar, que me acaricien o me toquen si no es sexual. He perdido la cuenta de las veces que me han reclamado la frialdad. Pero aquí me quedo quieta, siento tus manos abrazarme y lucho por dejarme estar. Perdón los movimientos, fueron mi forma de enfrentar que tal vez valga la pena quedarme en un solo lugar. Sé que es la decisión correcta porque me cuidas del frio incluso cuando tu cuerpo se moja. Quiero pedir perdón por lo que he lastimado yo pero temo que escuches, o que no.  

La mañana es triste. Sé que te irás porque no hay nada que me garantice lo contrario. La última vez que nos vimos te pedí que no te fueras y al cerrar la puerta te alejaste de mí y encontraste respuestas en otro lugar, otra vez. Pequeñas heridas que se han acumulado a lo largo de los años me lastiman y dejo de creer. Me preparo para separarme. Estas en mi boca y mi mente lucha por regresar la cabeza a su lugar, por eso no te miro. Por eso lloro mientras acaricias mi espalda y me pierdo en un punto fijo en la ventana. Me has dejado tantas veces que ya debería tener práctica, pero el dolor se encaja bajo las uñas burlando mi defensa.

En el coche mi pecho explota, tomas mi calle e intento no parpadear. Las lágrimas se empiezan a formar como pequeños cristales que gritan su llegada. No sé qué va a pasar, si un día tomaremos el vino que trajiste o si tan solo dijiste otra mentira de enero.

Mientras contigo dos imanes se buscan para quedarse juntos a pesar de la distancia.

Mistress of the House- Painting by Shelby McQuilkin | Saatchi Art

GRIPE

Era una gripe normal de esas que te tumban en cama tres días pero terminan antes de lo esperado. Era la primera que teníamos juntos. Es decir, en el mismo techo, conviviendo más allá de las vacaciones en las que nos encontrábamos o los cafés acordados. Pasamos la mayor parte de nuestra relación en idas y venidas que la estabilidad no fue nuestra base. Ahora compartíamos cuarto y yo sentía miedo.

Él se encargaba de nosotros, de mí sobre todo. Cuando no tenía cabeza para recordar que debía comer él siempre metía en mi bolsa tres barritas de granola, sabiendo que en la desesperación buscaría mis cigarros y las encontraría ahí. Si la alarma no me despertaba él lo hacía con un café hecho, su reloj biológico lo levantaba antes que yo y lo acostaba más tarde. A pesar de que la odiaba, se cometía a que siempre hubiera un litro de leche entera en el refrigerador y cuando me enfermaba él era el responsable de recordarme de tomar mis medicamentos o de ir al doctor. Ahora, entre fiebres y pañuelos usados yo era la encargada de medir la temperatura y hacerme responsable de otro que no fuera yo.

Durante años corrí de estas situaciones aunque en mi cabeza fueran la meta. Quería estabilidad y ahora la tenía. Y aunque los días compartiendo habían sido más sencillos de lo que temía siempre había una prueba que curtía el futuro de ambos. El mal humor del enfermo y su vulnerabilidad silenciosa eran un constante recuerdo de que nada es fácil y que para todo hay una primera vez.

De niña tenía miedo a enfermarme. Mis padres siempre fueron severos incluso cuando el estómago dolía más que la culpa de haber comido dulces. Me acostumbré a llevar las molestias en silencio y a repararlas sola. Por ello, él se encargara a veces de llevar las medicinas que yo ya no quería tomar por demostrar que estaba bien. Su cabeza, distinta a la mía, necesitaba llevar con rigor lo recomendado por los doctores y lo obligaba a presentarse en un consultorio al menor síntoma de molestia en su cuerpo. Tal vez como a mí, su pasado lo hizo así.

La diferencia de edades pesó el día que no se quiso levantar por dolor de cabeza. Sonó la alarma pero yo ya estaba despierta y con un hoyo en el estómago. Era una gripe pero yo sentía que se moría y lo peor es que no sabía que hacían los adultos que conviven juntos en estos casos. Definitivamente él no me iba a permitir curarlo con un té de manzanilla como yo me curaba sola de todo lo que me acontecía, incluso si me dolía una rodilla. Tampoco sabía si el paracetamol, como a mí, le iba a quitar todo lo malo. Los momentos de incertidumbre me hicieron dudar si en realidad yo me sabía cuidar. ¿Sirve realmente ese té? Si sí, ¿por qué no se lo puedes dar a él?

Después de media hora no pude quedarme más tiempo sin hacer nada aunque tampoco sabía que debía hacer. Por inercia fui a la cocina, preparé té, abrí cajones y busqué medicinas. A pasos pequeños lleve la taza y las pastillas a nuestro cuarto. Sin saber si haría peor el despertarlo me espere a un lado de la cama a la expectativa de que él lo hiciera por su cuenta. Lo miraba como niña pequeña frágil a sus reacciones.

Sabía que enfermo su humor cambiaba pero eso no era lo que me asustaba, lo hacía el no saber darle una solución real cuando abriera los ojos. Me aterraba que pensara que por ser más joven yo no podría cumplir ese papel de iguales o incluso de poderlo cuidar así como el me cuidaba a mí.

Pasaron dos horas y el té se enfrío. Su cuerpo en la cama era más grande de lo que yo recordaba, sus respiraciones más lentas de lo que yo creía deberían ser. Cuando me paré a calentar de nuevo el líquido salvador escuche su voz llamándome. Las piernas me temblaron. Estaba nerviosa, no había encontrado aún la respuesta para ayudarlo a su mal. Miré el reloj avergonzada por el tiempo testigo de mi fracaso. Seguí el plan inicial, serví el té y llegue a nuestra recámara.

Se veía distinto despierto, su nariz estaba roja por tanto limpiarse la nariz, su cabello desordenado y apenas se podía mover. Dejé el té en el mueblecito a un lado de la cama y me metí entre las sábanas con él. Lo abracé con fuerza y cuidado de no lastimarlo. Supongo que el instinto primario que mantenemos desde que somos niños es que si lo deseamos muy fuerte el otro estará bien. Así lo hice por minutos que parecieron meses. Al final, era una gripe de esas que te tumban en cama tres días pero terminan antes de lo esperado.

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